Homilía de Mons. Javier Román Arias en el II Congreso Nacional de Laicos de Costa Rica


13 de julio de 2024
Por Lisandra Chaves Leiva
Conferencia Episcopal de Costa Rica

Compartimos la homilía de Mons. Javier Román Arias, Obispo de Limón, presidente de la Conferencia Episcopal de Costa Rica y quien preside la Comisión Nacional de Laicos, en la Misa de cierre del II Congreso Nacional de Laicos.

Hermanos y hermanas buenos días.

Nos reunimos en el marco de este Congreso Nacional, en el que reflexionamos sobre la identidad y misión de los laicos. Qué mejor podríamos hacer que ponerlo delante del Señor como ofrenda agradable a sus ojos en esta Santa Misa.

“La Eucaristía es fuente y cumbre de toda la vida cristiana”, nos recuerdan los padres conciliares en la Constitución Apostólica Lumen Gentium. Por eso sería impensable que un evento como este no tuviera como centro la celebración del Santo Sacrificio del Altar.

Aquí, alrededor del Señor que se entrega y hace presente en las especies consagradas del pan y del vino, manifestamos plenamente nuestra unidad como Iglesia que vive la comunión y nuestro verdadero deseo de extender, en medio del mundo, el Reino de Dios.

La participación en la Misa, es pues, el primer rasgo de los laicos católicos, cuya vida, como la de todos en la Iglesia, debe sostenerse siempre con la fuerza de este Divino Sacramento.

En la primera lectura que hemos escuchado, Isaías nos relata su propia vocación, desde donde se va a explicar el resto de su vida.

Más allá de su complejo lenguaje, con el “Señor sentado sobre un trono alto y excelso”, con la orla de su manto llenando el templo, con serafines alados gritando al tres veces Santo, al Señor de los ejércitos… nos describe la que fue para él una profunda vivencia religiosa.

El mismo Dios le llama a ser su profeta, su mensajero. Al principio Isaías queda perplejo y asustado. Cree que Dios le pide algo que está más allá de sus fuerzas, pues conoce la distancia que le separa de su Señor, y además habita en medio de un pueblo de labios impuros. Tal es su temor que llega a afirmar: “¡Ay de mí, estoy perdido!”.

Pero, una vez más comprobamos que cuando Dios llama a alguien a una misión le da las fuerzas necesarias para cumplirla. Así se lo hace comprender al asustado Isaías que responde afirmativamente al Dios que lo llama: “Aquí estoy, mándame”. Sabe que Dios no le va a dejar solo y le acompañará para siempre.

Hoy todos nosotros podemos ser Isaías, temerosos por los retos de la misión, abrumados por el mundo violento, lleno de mentiras y falsas ilusiones donde nos toca hacer presente a Dios. Al igual que el profeta, confiemos, no en nuestras fuerzas, sino en que el Señor nunca nos dejará solos. Él abrirá caminos por donde avanzaremos dando testimonio de su amor.

Como seres humanos, muchas veces sentimos que nos faltan fuerzas para cumplir nuestro deber ante Dios. Es normal, somos débiles, limitados y desgraciadamente muchas veces inclinados al mal.

Por eso nos cuesta comprender cómo el Señor nos llama, cómo sigue confiando en nosotros a pesar de tantas dudas y caídas. Pero el secreto es la confianza de Isaías, él puso toda su fe en Dios y nunca quedó defraudado, por el contrario, entendió que con Él somos invencibles.

El Evangelio va en la misma línea. Jesús no quiere engañar a sus apóstoles, llamándoles a una vida terrena donde todo les va a ir bien. Les indica que van a correr su misma suerte: “Si al dueño de la casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los criados!”.

¿Cómo fue la vida de Jesús? Él cumplió la misión que le había encomendado el Padre, predicar a los cuatro vientos el evangelio, que era la mejor noticia que podía ofrecer a sus hermanos los hombres. Nada ni nadie le hizo callar. Le amenazaron de muerte. Pero él siguió divulgando su buena noticia.

Sabemos que lo mataron en una cruz, pero ese no fue su final. Su final fue su resurrección, su vida de total plenitud.

Jesús invita a sus apóstoles, y a nosotros también, a vivir su misma vida. Por encima de todo debemos predicar el evangelio… es posible a que a algunos esto nos lleve a que nos maten… como ha pasado tantas veces y los mártires de la Iglesia son el mejor ejemplo, pero como mucho podrán matar nuestro cuerpo, nunca nuestra alma, es decir, nuestra fe.

Y debemos hacerlo sabiendo que en todo momento vamos a contar con su amor y su fortaleza. Y que siempre, incluso de la muerte, nos va a estar esperando para resucitarnos a una vida de total felicidad para siempre.

Estas palabras el Señor nos las dirige a nosotros hoy aquí reunidos. Cuando nos sintamos sobrepasados, incluso aparentemente derrotados frente a los retos de la misión, recordemos, como nos aconsejaba el Papa San Juan Pablo II, que Jesús parecía impotente en la cruz, pero Dios siempre puede más.

El ejemplo de San Luis y Santa Celia, patronos de los laicos costarricenses a quienes hemos celebrado ayer viernes, sirve para recordarnos que la santidad es una llamada universal, no un privilegio de unos cuantos.

Ser luz del mundo, tal y como hemos elegido como lema de este Congreso, es un llamado que apunta de forma muy directa a ustedes, queridos laicos. Por eso hemos querido propiciar este espacio de encuentro y fraternidad, para acompañarlos en sus anhelos y necesidades.

Son ustedes signo e instrumento del anuncio del Evangelio en todos los espacios de la sociedad y de la Iglesia, son expresión auténtica de una Iglesia sinodal que camina junta, corresponsable y comprometida, identificada y activa en la misión evangelizadora.

Vivimos el Año de la Oración en preparación para la segunda parte del Sínodo de la Sinodalidad y el Jubileo de la Esperanza. Todo ello significa una oportunidad para resaltar el papel de los laicos en la vida de la Iglesia.

Como nos recuerda el Documento del Puebla, “los laicos son hombres y mujeres del mundo en el corazón de la Iglesia, y hombres y mujeres de Iglesia en el corazón del mundo”.

Dejemos que el protagonista de todo lo que aquí hagamos sea el Espíritu Santo, Él nos guiará hacia el deseo de Dios para su Iglesia y para cada uno de nosotros dentro de ella.

Y recordemos siempre no confiarnos a nuestras fuerzas humanas, sino poner la confianza en Dios que nos ama y que nunca nos abandona.

Que el Señor nos bendiga y nos guarde de todo mal.

Mons. Javier Román Arias
Obispo de Limón
Presidente de la Comisión Nacional de Laicos


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